viernes, 24 de junio de 2011

A UN SALTO DE LUJURIA

Todo mundo creía en su inocencia, la veían tan dócil, tan inocente con su carita de ángel que no podían imaginar que ella misma hubiese cometido una atrocidad como tal. Cuando la encontraron en el lugar de los hechos, antes de auxiliar al moribundo, corrieron los policías a auxiliarla a ella, le pusieron una franela encima para protegerla del frío de aquella madrugada; le ofrecieron un vaso con agua, un pedazo de galleta que alguno de ellos traía escondido entre su chamarra; el otro, incluso, se quitó su pantalón para que ella no estuviera desnuda; mientras que el moribundo iba dando sus últimos suspiros al viento con media yugular abierta por la que drenaba litros y litros de sangre; líquido viscoso que tenía un mal olor. Cuando recibieron la llamada de unos de los vecinos, sobre el escándalo en la casa contigua, los policías salieron pacientes, sin urgencia, como era su costumbre, creyeron que de nuevo era un chisme magnificado de la vecindad donde siempre salían estas ventajosas injurias; llegaron al lugar, y desde la entrara se percataron de un olor penetrante, un olor entre mierda y huevo podrido, un olor que desde que se respiraba se quedaba clavado en la parte superior del cerebro para jamás olvidarlo, éstos lo atribuyeron a la sangre, ¿qué más podría ser si el salón donde se encontraban estaba completamente vacío, y ella completamente desnuda y bella como para pensar siquiera que ella era la que despedía tan fétido hedor?

Desde que vieron al hombre tirado bocabajo en el suelo, casi desnudo, sólo le cubría sus partes íntimas con un pedazo de tela de lo que había sido el vestido de ella antes del atraco; tirado ahí lo patearon, le escupieron y lo dejaron desangran hasta morir, era más fácil dejarlo morir que hacer lo posible para que viviera y esperar a que alguna ambulancia llegara a salvarlo, hicieron lo que todo hombre común haría: acabar de una vez por todas con el maldito que había querido ultrajar la integridad de semejante mujer. Frente al cuerpo tirado los dos se jugaban la partida al golpearlo, queriendo impresionar a la hembra que los admiraba de reojo, alguno de ellos debía recibir el gran premio, un premio tan merecido que sólo ella podía otorgarles. Ambos se pavoneaban y tiraban carcajadas al aire para ser admirados por aquellos ojos tan dulces y bellos.

Al poco tiempo ella se incorporó con cierta seguridad que jamás se haya visto, mucho menos de alguien que acaba de ser ultrajada de semejante manera. Se puso de pie, se quitó el pantalón que uno de los policías le había prestado, se quitó también la franela de encima y quedó completamente desnuda frente a los ojos de estos hombres que babeaban cual cerdos en celo; en sus ojos, de los policías, se tornó la mirada del deseo y la lujuria; sus cuerpos reaccionaron al momento irguiendo su masculinidad tan pequeña, tan diminuta que no fácilmente podía satisfacer a cualquier mujer. Ella volteó a verlos, les hizo un gesto provocativo y subió lentamente las escalinatas que la llevaba a alguna recámara, o al menos eso fue lo que ellos, tiempo después declararon ante el juez.

A cada uno les fue presentando el gran premio que debía otorgarles: el sexo. Después de un buen rato llegó el detective, examinó el cuerpo que yacía en el piso sobre un charco de sangre, analizó cada una de las escenas del crimen, dibujó en su mente un crimen pasional; aún no daba con el móvil cuando vio bajar al par de policías con cara de estupefactos, asustados, sin saber qué decir o cómo comportarse, permanecieron en silencio, sin emitir sonido alguno, sólo escuchaban las palabras del dictamen que iba determinando el detective.

Ambos policías fueron condenados a 50 años de prisión, a ellos se les inculpó del crimen que se había cometido, bajo ninguna circunstancia se podía imaginar que hubiese sido ella la que lo hubiera matado. Cuando rindieron declaración el par de oficiales, ambos tenían vergüenza, jamás en su vida se habían sentido tan sucios de sí mismos. Cuenta la declaración que cuando ambos subieron al dormitorio de aquella mujer no supieron más de sí mismos, todo era completamente oscuro y cuando fue tiempo de bajar a recibir al detective, los dos se encontraban abrazados el uno al otro, declarando una escena de sexo sin límite entre ellos que jamás se les hubiera ocurrido; la mujer jamás estuvo presente, ni siquiera supieron dónde fue que estuvo, toda la acción sexual supusieron que había sido ella la del encuentro, pero cuando el detective llegó, ella estaba exactamente en el mismo lugar, igualmente desnuda, igualmente bella y atraída por esa singularidad que le caracterizaba.

El detective también estuvo a punto de caer en la trampa de esa mujer, pero se resistió; esposó a los policías, y a ella la subió a su coche para llevarla a la comandancia. En la comandancia ella misma ante el juez, se declaró culpable de haber matado a ese hombre, pero el juez no le creyó, pensó que por alguna extraña razón ella estaba protegiendo al par de agentes. En realidad había sido esa belleza tan definida, tan exacta la que le otorgó la salida fácil del juicio.

En la penitenciaría, de vez en vez, los dos expolicías se ven aún a escondidas detrás de los baños para recordar esa insólita experiencia, que si bien no había sido amor, sí había sido un salto de lujuria que los perseguiría toda la vida. Cada vez que se veían a hurtadillas, un fétido olor emanaba de sus cuerpos, un olor a deseo, a pasión, a carne contra carne desenfrenada. De ella jamás se supo nada, impune, como debió haber sido ante aquella belleza de una perfección tan exacta.

viernes, 17 de junio de 2011

A LA BUENA DE DIOS

Agazapado sobre la maleza de aquel lote baldío acechaba a su próxima víctima, esperando el momento oportuno para salir de su escondite y atacarle como era ya su noble costumbre tantas veces entrenada y siempre satisfecha. Mientras esperaba que el siguiente transeúnte recorriera sus dominios pensó un poco, o al menos eso quiso hacer, pensar. Hacía tanto que no pensaba que le incomodaba la sola idea de tener una idea que pareciera “razonar”. -¿Por qué la gente se la vive pensando?- se dijo en voz alta, tapándose enseguida la boca para que nadie descubriera que por ahí estaba escondido, supuso que se podía vivir sin pensar, no siempre lo que uno cree que piensa es realmente utilizar el raciocinio, muchas veces es sólo eso, creer, donde el creer no tiene fundamento alguno más que el de una corazonada que no tiene explicación alguna pero que le hace sentirse, por un corto instante, seguro de sí mismo. Así estaba él, esperando su víctima en lo que se cuestionaba si creer o pensar era lo correcto. Quiso esquivar la sola idea, y comenzó a contar, a ciegas, las hojas muertas que caían de un árbol seco que le servía como techo en ese momento, pero terminó pronto, sólo alcanzó a contar no más de 360 hojas que iba apachurrando con sus manos cuando las dejaba caer al piso sucio y árido de esa noche sin aliento. Después continuó en querer arrancar la maleza que le protegía de ser visto por alguien más, hasta que se dio cuenta que él mismo se descubría y dejaba de tener ese valor inherente de poder asustar a quien atravesara ese rincón del pueblo. Alzó la vista al cielo queriendo adivinar las horas que transcurrían con el brillo de las estrellas, pero para su mala suerte no había estrellas en el cielo, se avecinaba una tormenta y las nubes cubrían su horario. Echó dos o tres suspiros al viento, dándose cuenta de su sonido, tapó su boca, no fuera a ser que a esa hora y todo en silencio alguien le descubriera antes de su atraco. Si estaba en cuclillas terminó por sentarse en el suelo, no podía ensuciarse más de lo que ya estaba, así que ignoró el recuerdo como conciencia de su madre cuando le regañaba y le obligaba a que, por ningún motivo, ensuciara la ropa que le había puesto. Y ahí en su silencio, de pronto, creyó escuchar unos pequeños pasos que se aproximaban, escuchaba el crujir de la hierba y se dispuso a salir a su encuentro, trataba de ver entre los matorrales y arbustos muertos, y nada, no podía ver el dueño de aquellos pasos que se aproximaban con mayor intensidad hacia él, no supo ni en qué momento pero comenzó a tener miedo. ¿Miedo él?, pero cómo podría tener miedo alguien que ha sabido sobrevivir asaltando a cuanta víctima tuviera a su alcance.

Trató de pensar de nuevo, en su miedo, pero recurrió a lo más fácil, creer que sólo era un frío que lo hacía temblar. No supo ni cómo, ni en qué momento pero algo tremendamente enorme se acercó a él por la parte de atrás, esa cosa posó sus extremidades sobre sus hombros, por la espalda, lo que le hizo quedarse inmóvil, pávido; sintió como la sangre comenzaba a acelerar su paso por su cuerpo, y cómo sus cabellos hirsutos se crispaban. De pronto pensó, o al menos creyó, en echar a correr como lo hacían sus víctimas cuando él se acercaba a ellas con cara de maníaco, pero no pudo, estaba completamente paralizado, además de no sentir respuesta en sus piernas por la mala posición que por mucho tiempo habían estado igual. Entonces sí, pensó que lo ideal era pensar, pensar en todo menos en ese momento. Pensó cómo le hacía la gente cuando llegaba a sus casas después de ser sorprendidas por él, -¿será así que la gente sale ahora con pánico y no quiere volver a cruzar ese lugar donde fue atracada?-, en ese momento él mismo se convertía en una víctima de algo que no sabía qué forma tenía, ni siquiera lograba adivinar las extremidades finas y definidas que sentía en su espalda. Quiso por vez primera pensar en dios, pero no le sirvió de mucho, por más que existiera o no, en ese momento no esperaba su socorro divino venido de lo alto justo para salvarlo, entonces supo, en ese momento, que dios no era real, al menos no para él, era sólo una creencia antigua de débiles mentales que necesitaban sentir algo, no pensar, sino sentir, y él, lo menos que quería era sentir, sino pensar y saber que debía salir ileso de esa ocasión tan única en su vida, no como cuando su madre lo agarró a taconazos cuando, a su escasa edad de 12 años, llegó tantas veces borracho a la casa; no era que a la madre le molestara que llegara borracho, ella misma era una borracha, le molestaba que no se emborrachara con ella y que prefiriera a sus amigos. En muchas de esas ocasiones creyó en dios, esperaba el rescate divino bajado del cielo en un trineo como de Santa Claus pero más bonito y sin renos, sino con caballos de luz y ángeles, y no, nunca llegó nada en su auxilio frente aquella escena de su madre enloquecida. Pues justo esta vez también sería igual, nada le podía rescatar, por más que siguió los pasos que planteó su catequista tantas veces de niño, de calmarse, de relajarse y pensar en dios, simplemente no pudo, nada en ese momento le tranquilizaba, al contrario, cada vez que pensaba en dios no sabía si temerle más a ese ser inexistente o ese maléfico engendro que se apoderaba de él en la parte de atrás. Fue entonces cuando toda la maldad de dios o del demonio, que son la misma cosa, dejó caer su ira y lo destruyó por completo, de ser el hombre más buscado del pueblo, el maleante, el malandro por excelencia, pasó a ser un cadáver al amanecer, muerto de miedo, de su propio miedo por el hacedor de la oscuridad que ahora se apoderaba de él sin dejar de quitar sus extremidades de su espalda. Sólo sintió cómo algo cálido y viscoso le rozó la oreja, suficiente para morir de miedo.

A la mañana siguiente le encontraron muerto entre la maleza totalmente arrancada. Sus manos estaban sucias, su cara, todo él. La gente lo reconoció y supo que era el mismo que había asaltado tantas veces a tanta gente, pero con toda la devoción de sus dioses, se quitaban el sombrero posándolo sobre su pecho para persignarse y darle el último adiós a su enemigo, todos: jóvenes, mujeres, niños, hombres de edad; todos sin excepción lloraban la muerte sin llanto de aquel don Nadie, sólo a lo lejos, cuando la gente se iba se escuchaba el llanto de un animal lastimero, un perro que yacía a su lado, el mismo que lo encontró la noche anterior y que lo mató de miedo. Justo cuando el animal había encontrado un amo, éste lo abandonaba como otros tantos, a la buena de dios, y lo dejaba de nuevo solo. No le quedó más que guardar luto a los pies de esa su tumba humilde que nadie más quiso edificar ni una cruz, pues no era un hombre de dios, muchos menos de los de ellos.