Todo mundo creía en su inocencia, la veían tan dócil, tan inocente con su carita de ángel que no podían imaginar que ella misma hubiese cometido una atrocidad como tal. Cuando la encontraron en el lugar de los hechos, antes de auxiliar al moribundo, corrieron los policías a auxiliarla a ella, le pusieron una franela encima para protegerla del frío de aquella madrugada; le ofrecieron un vaso con agua, un pedazo de galleta que alguno de ellos traía escondido entre su chamarra; el otro, incluso, se quitó su pantalón para que ella no estuviera desnuda; mientras que el moribundo iba dando sus últimos suspiros al viento con media yugular abierta por la que drenaba litros y litros de sangre; líquido viscoso que tenía un mal olor. Cuando recibieron la llamada de unos de los vecinos, sobre el escándalo en la casa contigua, los policías salieron pacientes, sin urgencia, como era su costumbre, creyeron que de nuevo era un chisme magnificado de la vecindad donde siempre salían estas ventajosas injurias; llegaron al lugar, y desde la entrara se percataron de un olor penetrante, un olor entre mierda y huevo podrido, un olor que desde que se respiraba se quedaba clavado en la parte superior del cerebro para jamás olvidarlo, éstos lo atribuyeron a la sangre, ¿qué más podría ser si el salón donde se encontraban estaba completamente vacío, y ella completamente desnuda y bella como para pensar siquiera que ella era la que despedía tan fétido hedor?
Desde que vieron al hombre tirado bocabajo en el suelo, casi desnudo, sólo le cubría sus partes íntimas con un pedazo de tela de lo que había sido el vestido de ella antes del atraco; tirado ahí lo patearon, le escupieron y lo dejaron desangran hasta morir, era más fácil dejarlo morir que hacer lo posible para que viviera y esperar a que alguna ambulancia llegara a salvarlo, hicieron lo que todo hombre común haría: acabar de una vez por todas con el maldito que había querido ultrajar la integridad de semejante mujer. Frente al cuerpo tirado los dos se jugaban la partida al golpearlo, queriendo impresionar a la hembra que los admiraba de reojo, alguno de ellos debía recibir el gran premio, un premio tan merecido que sólo ella podía otorgarles. Ambos se pavoneaban y tiraban carcajadas al aire para ser admirados por aquellos ojos tan dulces y bellos.
Al poco tiempo ella se incorporó con cierta seguridad que jamás se haya visto, mucho menos de alguien que acaba de ser ultrajada de semejante manera. Se puso de pie, se quitó el pantalón que uno de los policías le había prestado, se quitó también la franela de encima y quedó completamente desnuda frente a los ojos de estos hombres que babeaban cual cerdos en celo; en sus ojos, de los policías, se tornó la mirada del deseo y la lujuria; sus cuerpos reaccionaron al momento irguiendo su masculinidad tan pequeña, tan diminuta que no fácilmente podía satisfacer a cualquier mujer. Ella volteó a verlos, les hizo un gesto provocativo y subió lentamente las escalinatas que la llevaba a alguna recámara, o al menos eso fue lo que ellos, tiempo después declararon ante el juez.
A cada uno les fue presentando el gran premio que debía otorgarles: el sexo. Después de un buen rato llegó el detective, examinó el cuerpo que yacía en el piso sobre un charco de sangre, analizó cada una de las escenas del crimen, dibujó en su mente un crimen pasional; aún no daba con el móvil cuando vio bajar al par de policías con cara de estupefactos, asustados, sin saber qué decir o cómo comportarse, permanecieron en silencio, sin emitir sonido alguno, sólo escuchaban las palabras del dictamen que iba determinando el detective.
Ambos policías fueron condenados a 50 años de prisión, a ellos se les inculpó del crimen que se había cometido, bajo ninguna circunstancia se podía imaginar que hubiese sido ella la que lo hubiera matado. Cuando rindieron declaración el par de oficiales, ambos tenían vergüenza, jamás en su vida se habían sentido tan sucios de sí mismos. Cuenta la declaración que cuando ambos subieron al dormitorio de aquella mujer no supieron más de sí mismos, todo era completamente oscuro y cuando fue tiempo de bajar a recibir al detective, los dos se encontraban abrazados el uno al otro, declarando una escena de sexo sin límite entre ellos que jamás se les hubiera ocurrido; la mujer jamás estuvo presente, ni siquiera supieron dónde fue que estuvo, toda la acción sexual supusieron que había sido ella la del encuentro, pero cuando el detective llegó, ella estaba exactamente en el mismo lugar, igualmente desnuda, igualmente bella y atraída por esa singularidad que le caracterizaba.
El detective también estuvo a punto de caer en la trampa de esa mujer, pero se resistió; esposó a los policías, y a ella la subió a su coche para llevarla a la comandancia. En la comandancia ella misma ante el juez, se declaró culpable de haber matado a ese hombre, pero el juez no le creyó, pensó que por alguna extraña razón ella estaba protegiendo al par de agentes. En realidad había sido esa belleza tan definida, tan exacta la que le otorgó la salida fácil del juicio.
En la penitenciaría, de vez en vez, los dos expolicías se ven aún a escondidas detrás de los baños para recordar esa insólita experiencia, que si bien no había sido amor, sí había sido un salto de lujuria que los perseguiría toda la vida. Cada vez que se veían a hurtadillas, un fétido olor emanaba de sus cuerpos, un olor a deseo, a pasión, a carne contra carne desenfrenada. De ella jamás se supo nada, impune, como debió haber sido ante aquella belleza de una perfección tan exacta.